jueves, 7 de octubre de 2010

Capítulo 5: El funeral


El sol asomaba por los tejados oxidados del vecindario. El color rojizo de las chapas se volvía intenso. Las cinco y media de la mañana. El calor ya se hacía notar y a medida que el sol asomaba por el horizonte, los olores de la habitación también despertaban. Se volvían más fuertes, como si al rebasar los 25 grados de temperatura, las bacterias revivieran. Tratando de no pisar directamente el suelo con sus pies descalzos, Nikolai avanzaba en chanclas hacia la ducha. El jabón, de fragancia cítrica, le ayudaba a despertarse. El sudor le había dejado la piel brillante. Siempre le había molestado amanecer con saliva seca en las esquinas de los labios. Las mañanas en África no eran las ideales para impresionar a una pareja o amante, incluso a una chica de pago. Menos mal que andaba solo, pensó. Tras una ducha enérgica, se sentía como nuevo. Al volver a la habitación, se sentó desnudo en cama, enfilando sus calcetines de uno en uno, así como sus calzoncillos. No sin antes secarse bien. Los hongos aprovecharían cualquier oportunidad para nutrirse de su pálido cuerpo. Evitó secarse la cara con la toalla del hotel. Al recoger su teléfono móvil vio que le habían llamado desde un número extranjero. Prefijo 0033. Francia. Solo una persona tenía su número de teléfono congoleño.





No podía ser otro que Miguel, su viejo amigo español. Veinte años atrás, Nikolai le había acogido en su apartamento de París cuando escapaba de los restos de la dictadura española. Muchos piensan que aquella siniestra época de la historia reciente española había acabado en 1975. Pero no fueron unos años más tarde cuando los aires de libertad empezaron a soplar en España. Mientras tanto, anarquistas, comunistas y cualquier persona que no fuera sumisa o retrógrada por naturaleza, tuvieron que aguantarse o huir. Algunos izquierdistas, para algunos los más listos, para otros unos vendidos, entendieron que la democracia era una obra de teatro ya escrita en la que todavía faltaban actores de reparto. Miguel no se vendía a cualquier precio. Tampoco soportaba la idea de vivir en un país donde la historia trágica de los últimos cuarenta años iba a ser enterrada como tantas víctimas del franquismo. Enterrada en una gran fosa común. Y nadie, nadie con poder, se atrevería a mirar adentro. El juez que le había enviado a la cárcel por tres meses en 1972 por distribuir propaganda comunista andaría libre el resto de su vida. En la España moderna, lo peor que le podía pasar a un alto mando de la dictadura de Franco era morir de viejo en una residencia para ancianos a la afueras de Madrid. Los más listos hasta podían convertirse en el presidente cojo y moribundo de una comunidad autónoma y tener que llevar pañales para no orinarse en el asiento de su Mercedes Clase A Corrupción. Tal era la desinformación respecto a la dictadura franquista que era frecuente encontrar entre las generaciones libres, las nacidas en los años 80, jóvenes que se quejaban de vivir peor que sus padres. Niños mimados, generación ni ni – ni trabajo ni estudio-, chavales desconsiderados sin más memoria que la de su Ipod, incapaces de contextualizar o aspirar más allá de una hipoteca o un matrimonio avocado al fracaso. O niños que piensan jubilarse en un aula de universidad por miedo a trabajar. Cabrones que se creen merecer más de lo que aportan, si es que aportan algo. Cabrones que nunca supieron lo que es pasar hambre o ser torturados. Cabrones que clasifican las guerras como justas o injustas según las resoluciones de una ONU que paga sueldos mensuales de 10 000 dólares a sus empleados puteros de Tailandia. Cabrones que no viven en el mundo real, el de los dos tercios de esclavos que trabajan para que el tercio restante pueda consumir a buen precio. Cabrones que se quedarían en la calle el primer día de la siguiente crisis económica mundial.





Miguel no aguantaba más en España y decidió cruzar la frontera en dirección a París. En las primeras semanas, compartía un viejo apartamento de paredes húmedas junto a dos compañeros españoles y otro portugués. A pesar de no existir unas normas explícitas en aquel sucio hogar, Miguel consiguió que le echaran por mala conducta. Su error, palabra que él nunca usaría en ese caso, fue acostarse con la novia de uno de lo inquilinos. Al parecer, el novio, poco dado a pensar las cosas en frío, convenció al resto de los camaradas para que Miguel fuera expulsado del lugar. Los fluidos corporales impregnados en las sábanas aún no se habían secado cuando ya le estaban echando por la puerta.





Miguel siempre había pensado que un verdadero comunista habría sido capaz de compartir sus mujeres. Pero era el ejemplo de pensamientos que no suscitaban amistades profundas. Él, muy dado a reírse de sí mismo, y aún más de la gente, de preferencia chicas burguesas, se autoproclamaba feminista. En aquella época, así como en cualquier otra más reciente, todos los hombres sabían que el declararse defensor de la supremacía de la mujer era la clase de paja mental que hacían incrementar las posibilidades de follar con el género opuesto. No hay bien que por mal no venga, repetía Miguel.





Fue un 12 de septiembre de 1990 cuando Nikolai y Miguel se conocieron. El lugar, un burdel de la calle Pigalle. Mientras esperaban su turno en el pequeño salón de Les Trois Lapins, whisky en mano, iniciaron una amistad que duraría para siempre. Los dos habían huido de su país natal, por razones bien diferentes. Los dos eran, a su manera, exiliados. Nikolai, entusiasmado con la caída del muro de Berlín había entendido perfectamente la importancia que Rusia iba a tomar en la economía de países occidentales. Probando fortuna, montó una agencia de asesores comerciales. Pocos hablaban ruso en Francia y él, bilingüe, tenía ventaja sobre cualquiera. La llegada del capitalismo y del sistema de oligarquías en la ex Unión Soviética iba a incrementar la necesidad de invertir en Europa, ya fuera para lavar dinero o sencillamente, para hacer dinero, o las dos cosas a la vez. El burdel, un antro acogedor, de cortinas rojas, televisión de 20 pulgadas y una madame con espíritu emprendedor, aseguraba una estancia tan corta como placentera. Las siete chicas alojadas en el apartamento, desfilaban ante cada cliente. Se presentaban una a una, algunas sonrientes, otras no. Daban la mano, dos besos y decían su nombre. No resulta fácil recordar sus nombres. Segundos después, entraba la madame preguntando por la chica elegida.





Nikolai tenía establecida su teoría sobre los burdeles. ¿Has oído hablar del dilema de los burdeles, Miguel? Una pregunta difícil para un lugar en el que no se suele pensar con la cabeza. El dilema consiste en que básicamente puedes seguir dos criterios para elegir a la prostituta más adecuada para tus necesidades. Algunos clientes, generalmente aficionados, eligen instintivamente a la más guapa. Pero el problema de la más guapa es que seguramente habrá sido la que más clientes habrá tenido en el día, justo antes de ti quiero decir. Personalmente, esa idea no me hace mucha gracia. Otros clientes, más dados a apreciar aspectos tales como la personalidad y la higiene, prefieren una chica sonriente y atractiva, desde luego, pero nunca la más espectacular. Conclusión: si no quieres estar pensando que besas pechos recién lamidos por cualquier cincuentón cansado de su mujer, es preferible elegir a una chica más normalita. Al fin y al cabo, una mujer es una mujer.





Las conversaciones sobre mujeres siempre han sido un denominador común de todos los hombres. Y si sus ideas no concuerdan, difícilmente pueden ser buenos amigos. Nikolai y Miguel se entendieron a la perfección. Si hubiesen sido homosexuales, seguramente se habrían acostado juntos la primera noche. Por su parte, Miguel también sabía elaborar metáforas, más o menos poéticas, sobre la cuestión femenina. Hay mujeres que piensan que mis huevos son un manicomio, y mi polla la pildorita de cada mañana. Definitivamente, cuanto más locas están, mejor follan. Es lo único que he aprendido de ellas. Nikolai nunca había pensado en sus partes genitales como un medicamento para enfermas crónicas. La conversación se volvía más íntima entre ellos. Miguel prosiguió con una confesión muy personal, tan personal que ni un cura hubiese podido darle consejo alguno. Soy aficionado a comerle el coño a desconocidas pero incapaz de dejar mis cubiertos directamente sobre la mesa del restaurante sin que una servilleta los proteja de las bacterias de anteriores clientes. Pero aquí estoy, en un burdel, así que seguiré tu consejo Nikolai.





La conversación se interrumpió con la llegada de las chicas. Tras elegirlas, se despidieron momentáneamente dirigiéndose cada uno a un cuarto diferente. Otra de las normas implícitas de los burdeles, aplicable a cualquier aspecto de la vida, era que había que terminar lo que uno empezaba. Al cabo de una hora, Nikolai y Miguel quedaron de nuevo para tomar unas cervezas en un bistrot en el distrito de Les Halles. No mencionaron detalles de su experiencia con las chicas, pero por sus caras, se veían relajados. Su amistad duraría dos décadas.







- Amigo, tengo malas noticias – dijo Miguel nada más descolgar el teléfono público. Nikolai le había llamado desde un locutorio de la zona Sur de Kinshasa. Como habían acordado, solo usarían teléfonos públicos y nombres falsos.



- Dime. ¿Qué ocurre? - Nikolai presagiaba lo peor.



- Se trata de tu hermano. Ojala pudiera decírtelo en persona.- La gravedad de su tono confirmaba los temores de Nikolai.



- No hace falta que digas más. ¿Dónde está?



- En el Hospital Saint-Louis de París.



- ¿Cómo ocurrió?



- ¿Seguro que quieres saber los detalles?



- Sí, necesito saberlo.- respondió, dejando escapar su acento ruso.



- Le dispararon en la cabeza. Un solo disparo.



- ¿Qué más?



- Nicolás, no creo que quieras saberlo.



- Sé que es difícil para tí pero necesito saber los detalles.



- Bueno… El forense dice que tiene marcas en las muñecas. Lo mantuvieron maniatado varias horas. Había un mensaje grabado en su pecho. “Sabemos donde estás”. ¿Sabes lo que significa eso, verdad?



- Sí, me están buscando. No sé quién pero lo averiguaré. ¿Cómo están su mujer y los niños?



- A salvo, en la casa del lago. Nadie nos ha seguido.



- Por favor, cuida de ellos, confío en tí. Vete al banco si necesitas dinero. Ya sabes dónde. ¿Cuándo es el funeral?



- Ya sabes que tu familia es mi familia. La ceremonia será dentro de dos días. Lo llevaremos al cementerio de Thiais, en Val de Marne.



- ¿Diste tus datos al hospital?



- Le di una identidad falsa. El forense cree que soy su primo.



- Muy bien. Hiciste muy bien. Su mujer tiene que entender que no puede acudir al funeral, y sus hijos tampoco podrán ir. Es vital que lo entiendan, por mucho que les duela. Y tú tampoco puedes ir.



- Pero Nicolás…



- No hay excusas. Tenemos que garantizar la seguridad de la familia, y la tuya. Cualquier persona que acuda a la ceremonia estará en el punto de mira de los asesinos de mi hermano. Es demasiado arriesgado.



- Entiendo.



- Otra cosa. ¿Tienes el informe del forense? ¿Qué más sabes?



- No encontró sustancia alguna.



- ¿Pinchazos?



- Sí, uno entre los dedos de los pies. ¿Por qué?



- Le drogaron. Y con una sustancia que no deja rastro. Profesionales. Saben dónde estoy. Saben la ciudad, nada más. Nunca le di más detalles a mi hermano. Tengo como mucho dos días para salir de aquí. Te mantendré informado. Pero sobre todo, vigila tus espaldas. No confíes en nadie.



- Entendido amigo. Cuídate mucho. Llámame si necesitas ayuda, lo que sea.



- Gracias Michael, ya sabes que eres como un hermano para mí.





Nikolai apenas podía contener las lágrimas. Apretó la mandíbula durante los veinte minutos de trayecto en taxi que separaban el locutorio de su hotel. Bajó tres calles más atrás, asegurándose de que nadie le seguía. Una vez en la habitación, lloró como nunca había llorado en su vida. Eran lágrimas de rabia. Esa misma rabia que convierte a los humanos en seres tan impredecibles como poderosos, capaces de cualquier cosa. No salió de la habitación en toda la mañana. Tenía que calmarse para poder pensar con mayor claridad. Esa rabia se convertiría en un motor para seguir adelante con su plan. Pasara lo que pasara, no había vuelta atrás. Tenía que poner a salvo su libreta negra y escapar de Kinshasa antes de que lo encontraran. Por algún motivo se había convertido en el enemigo de alguien, alguien poderoso, alguien capaz de matar a una persona sin dejar rastro en pleno París. Alguien que quería que Nikolai supiera cómo había quedado el cuerpo inerte de su hermano. Bien podrían haberlo disuelto en ácido pero aún así enviaron sus restos al hospital. Algo había en esa libreta. Alguna información demasiado valiosa. Una información, un nombre y un número de cuenta bancaria cuyas implicaciones Nikolai no alcanzaba a entender. De momento.
 
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