jueves, 7 de octubre de 2010

Capítulo 5: El funeral


El sol asomaba por los tejados oxidados del vecindario. El color rojizo de las chapas se volvía intenso. Las cinco y media de la mañana. El calor ya se hacía notar y a medida que el sol asomaba por el horizonte, los olores de la habitación también despertaban. Se volvían más fuertes, como si al rebasar los 25 grados de temperatura, las bacterias revivieran. Tratando de no pisar directamente el suelo con sus pies descalzos, Nikolai avanzaba en chanclas hacia la ducha. El jabón, de fragancia cítrica, le ayudaba a despertarse. El sudor le había dejado la piel brillante. Siempre le había molestado amanecer con saliva seca en las esquinas de los labios. Las mañanas en África no eran las ideales para impresionar a una pareja o amante, incluso a una chica de pago. Menos mal que andaba solo, pensó. Tras una ducha enérgica, se sentía como nuevo. Al volver a la habitación, se sentó desnudo en cama, enfilando sus calcetines de uno en uno, así como sus calzoncillos. No sin antes secarse bien. Los hongos aprovecharían cualquier oportunidad para nutrirse de su pálido cuerpo. Evitó secarse la cara con la toalla del hotel. Al recoger su teléfono móvil vio que le habían llamado desde un número extranjero. Prefijo 0033. Francia. Solo una persona tenía su número de teléfono congoleño.





No podía ser otro que Miguel, su viejo amigo español. Veinte años atrás, Nikolai le había acogido en su apartamento de París cuando escapaba de los restos de la dictadura española. Muchos piensan que aquella siniestra época de la historia reciente española había acabado en 1975. Pero no fueron unos años más tarde cuando los aires de libertad empezaron a soplar en España. Mientras tanto, anarquistas, comunistas y cualquier persona que no fuera sumisa o retrógrada por naturaleza, tuvieron que aguantarse o huir. Algunos izquierdistas, para algunos los más listos, para otros unos vendidos, entendieron que la democracia era una obra de teatro ya escrita en la que todavía faltaban actores de reparto. Miguel no se vendía a cualquier precio. Tampoco soportaba la idea de vivir en un país donde la historia trágica de los últimos cuarenta años iba a ser enterrada como tantas víctimas del franquismo. Enterrada en una gran fosa común. Y nadie, nadie con poder, se atrevería a mirar adentro. El juez que le había enviado a la cárcel por tres meses en 1972 por distribuir propaganda comunista andaría libre el resto de su vida. En la España moderna, lo peor que le podía pasar a un alto mando de la dictadura de Franco era morir de viejo en una residencia para ancianos a la afueras de Madrid. Los más listos hasta podían convertirse en el presidente cojo y moribundo de una comunidad autónoma y tener que llevar pañales para no orinarse en el asiento de su Mercedes Clase A Corrupción. Tal era la desinformación respecto a la dictadura franquista que era frecuente encontrar entre las generaciones libres, las nacidas en los años 80, jóvenes que se quejaban de vivir peor que sus padres. Niños mimados, generación ni ni – ni trabajo ni estudio-, chavales desconsiderados sin más memoria que la de su Ipod, incapaces de contextualizar o aspirar más allá de una hipoteca o un matrimonio avocado al fracaso. O niños que piensan jubilarse en un aula de universidad por miedo a trabajar. Cabrones que se creen merecer más de lo que aportan, si es que aportan algo. Cabrones que nunca supieron lo que es pasar hambre o ser torturados. Cabrones que clasifican las guerras como justas o injustas según las resoluciones de una ONU que paga sueldos mensuales de 10 000 dólares a sus empleados puteros de Tailandia. Cabrones que no viven en el mundo real, el de los dos tercios de esclavos que trabajan para que el tercio restante pueda consumir a buen precio. Cabrones que se quedarían en la calle el primer día de la siguiente crisis económica mundial.





Miguel no aguantaba más en España y decidió cruzar la frontera en dirección a París. En las primeras semanas, compartía un viejo apartamento de paredes húmedas junto a dos compañeros españoles y otro portugués. A pesar de no existir unas normas explícitas en aquel sucio hogar, Miguel consiguió que le echaran por mala conducta. Su error, palabra que él nunca usaría en ese caso, fue acostarse con la novia de uno de lo inquilinos. Al parecer, el novio, poco dado a pensar las cosas en frío, convenció al resto de los camaradas para que Miguel fuera expulsado del lugar. Los fluidos corporales impregnados en las sábanas aún no se habían secado cuando ya le estaban echando por la puerta.





Miguel siempre había pensado que un verdadero comunista habría sido capaz de compartir sus mujeres. Pero era el ejemplo de pensamientos que no suscitaban amistades profundas. Él, muy dado a reírse de sí mismo, y aún más de la gente, de preferencia chicas burguesas, se autoproclamaba feminista. En aquella época, así como en cualquier otra más reciente, todos los hombres sabían que el declararse defensor de la supremacía de la mujer era la clase de paja mental que hacían incrementar las posibilidades de follar con el género opuesto. No hay bien que por mal no venga, repetía Miguel.





Fue un 12 de septiembre de 1990 cuando Nikolai y Miguel se conocieron. El lugar, un burdel de la calle Pigalle. Mientras esperaban su turno en el pequeño salón de Les Trois Lapins, whisky en mano, iniciaron una amistad que duraría para siempre. Los dos habían huido de su país natal, por razones bien diferentes. Los dos eran, a su manera, exiliados. Nikolai, entusiasmado con la caída del muro de Berlín había entendido perfectamente la importancia que Rusia iba a tomar en la economía de países occidentales. Probando fortuna, montó una agencia de asesores comerciales. Pocos hablaban ruso en Francia y él, bilingüe, tenía ventaja sobre cualquiera. La llegada del capitalismo y del sistema de oligarquías en la ex Unión Soviética iba a incrementar la necesidad de invertir en Europa, ya fuera para lavar dinero o sencillamente, para hacer dinero, o las dos cosas a la vez. El burdel, un antro acogedor, de cortinas rojas, televisión de 20 pulgadas y una madame con espíritu emprendedor, aseguraba una estancia tan corta como placentera. Las siete chicas alojadas en el apartamento, desfilaban ante cada cliente. Se presentaban una a una, algunas sonrientes, otras no. Daban la mano, dos besos y decían su nombre. No resulta fácil recordar sus nombres. Segundos después, entraba la madame preguntando por la chica elegida.





Nikolai tenía establecida su teoría sobre los burdeles. ¿Has oído hablar del dilema de los burdeles, Miguel? Una pregunta difícil para un lugar en el que no se suele pensar con la cabeza. El dilema consiste en que básicamente puedes seguir dos criterios para elegir a la prostituta más adecuada para tus necesidades. Algunos clientes, generalmente aficionados, eligen instintivamente a la más guapa. Pero el problema de la más guapa es que seguramente habrá sido la que más clientes habrá tenido en el día, justo antes de ti quiero decir. Personalmente, esa idea no me hace mucha gracia. Otros clientes, más dados a apreciar aspectos tales como la personalidad y la higiene, prefieren una chica sonriente y atractiva, desde luego, pero nunca la más espectacular. Conclusión: si no quieres estar pensando que besas pechos recién lamidos por cualquier cincuentón cansado de su mujer, es preferible elegir a una chica más normalita. Al fin y al cabo, una mujer es una mujer.





Las conversaciones sobre mujeres siempre han sido un denominador común de todos los hombres. Y si sus ideas no concuerdan, difícilmente pueden ser buenos amigos. Nikolai y Miguel se entendieron a la perfección. Si hubiesen sido homosexuales, seguramente se habrían acostado juntos la primera noche. Por su parte, Miguel también sabía elaborar metáforas, más o menos poéticas, sobre la cuestión femenina. Hay mujeres que piensan que mis huevos son un manicomio, y mi polla la pildorita de cada mañana. Definitivamente, cuanto más locas están, mejor follan. Es lo único que he aprendido de ellas. Nikolai nunca había pensado en sus partes genitales como un medicamento para enfermas crónicas. La conversación se volvía más íntima entre ellos. Miguel prosiguió con una confesión muy personal, tan personal que ni un cura hubiese podido darle consejo alguno. Soy aficionado a comerle el coño a desconocidas pero incapaz de dejar mis cubiertos directamente sobre la mesa del restaurante sin que una servilleta los proteja de las bacterias de anteriores clientes. Pero aquí estoy, en un burdel, así que seguiré tu consejo Nikolai.





La conversación se interrumpió con la llegada de las chicas. Tras elegirlas, se despidieron momentáneamente dirigiéndose cada uno a un cuarto diferente. Otra de las normas implícitas de los burdeles, aplicable a cualquier aspecto de la vida, era que había que terminar lo que uno empezaba. Al cabo de una hora, Nikolai y Miguel quedaron de nuevo para tomar unas cervezas en un bistrot en el distrito de Les Halles. No mencionaron detalles de su experiencia con las chicas, pero por sus caras, se veían relajados. Su amistad duraría dos décadas.







- Amigo, tengo malas noticias – dijo Miguel nada más descolgar el teléfono público. Nikolai le había llamado desde un locutorio de la zona Sur de Kinshasa. Como habían acordado, solo usarían teléfonos públicos y nombres falsos.



- Dime. ¿Qué ocurre? - Nikolai presagiaba lo peor.



- Se trata de tu hermano. Ojala pudiera decírtelo en persona.- La gravedad de su tono confirmaba los temores de Nikolai.



- No hace falta que digas más. ¿Dónde está?



- En el Hospital Saint-Louis de París.



- ¿Cómo ocurrió?



- ¿Seguro que quieres saber los detalles?



- Sí, necesito saberlo.- respondió, dejando escapar su acento ruso.



- Le dispararon en la cabeza. Un solo disparo.



- ¿Qué más?



- Nicolás, no creo que quieras saberlo.



- Sé que es difícil para tí pero necesito saber los detalles.



- Bueno… El forense dice que tiene marcas en las muñecas. Lo mantuvieron maniatado varias horas. Había un mensaje grabado en su pecho. “Sabemos donde estás”. ¿Sabes lo que significa eso, verdad?



- Sí, me están buscando. No sé quién pero lo averiguaré. ¿Cómo están su mujer y los niños?



- A salvo, en la casa del lago. Nadie nos ha seguido.



- Por favor, cuida de ellos, confío en tí. Vete al banco si necesitas dinero. Ya sabes dónde. ¿Cuándo es el funeral?



- Ya sabes que tu familia es mi familia. La ceremonia será dentro de dos días. Lo llevaremos al cementerio de Thiais, en Val de Marne.



- ¿Diste tus datos al hospital?



- Le di una identidad falsa. El forense cree que soy su primo.



- Muy bien. Hiciste muy bien. Su mujer tiene que entender que no puede acudir al funeral, y sus hijos tampoco podrán ir. Es vital que lo entiendan, por mucho que les duela. Y tú tampoco puedes ir.



- Pero Nicolás…



- No hay excusas. Tenemos que garantizar la seguridad de la familia, y la tuya. Cualquier persona que acuda a la ceremonia estará en el punto de mira de los asesinos de mi hermano. Es demasiado arriesgado.



- Entiendo.



- Otra cosa. ¿Tienes el informe del forense? ¿Qué más sabes?



- No encontró sustancia alguna.



- ¿Pinchazos?



- Sí, uno entre los dedos de los pies. ¿Por qué?



- Le drogaron. Y con una sustancia que no deja rastro. Profesionales. Saben dónde estoy. Saben la ciudad, nada más. Nunca le di más detalles a mi hermano. Tengo como mucho dos días para salir de aquí. Te mantendré informado. Pero sobre todo, vigila tus espaldas. No confíes en nadie.



- Entendido amigo. Cuídate mucho. Llámame si necesitas ayuda, lo que sea.



- Gracias Michael, ya sabes que eres como un hermano para mí.





Nikolai apenas podía contener las lágrimas. Apretó la mandíbula durante los veinte minutos de trayecto en taxi que separaban el locutorio de su hotel. Bajó tres calles más atrás, asegurándose de que nadie le seguía. Una vez en la habitación, lloró como nunca había llorado en su vida. Eran lágrimas de rabia. Esa misma rabia que convierte a los humanos en seres tan impredecibles como poderosos, capaces de cualquier cosa. No salió de la habitación en toda la mañana. Tenía que calmarse para poder pensar con mayor claridad. Esa rabia se convertiría en un motor para seguir adelante con su plan. Pasara lo que pasara, no había vuelta atrás. Tenía que poner a salvo su libreta negra y escapar de Kinshasa antes de que lo encontraran. Por algún motivo se había convertido en el enemigo de alguien, alguien poderoso, alguien capaz de matar a una persona sin dejar rastro en pleno París. Alguien que quería que Nikolai supiera cómo había quedado el cuerpo inerte de su hermano. Bien podrían haberlo disuelto en ácido pero aún así enviaron sus restos al hospital. Algo había en esa libreta. Alguna información demasiado valiosa. Una información, un nombre y un número de cuenta bancaria cuyas implicaciones Nikolai no alcanzaba a entender. De momento.

martes, 31 de agosto de 2010

Capítulo 4: La fábrica

Eran las dos de la mañana. El roce del viento acariciaba los árboles. El silencio invadía la selva. El río Cuberene fluía suavemente a través de aquel paisaje sin horizonte. La canoa, un tronco de árbol tallado, avanzaba lentamente, sin motor, dejándose guiar por la suave corriente de las aguas turbias. Ni una luz, ni un movimiento. Tan solo un discreto ronroneo rompía el silencio. Tras 5 horas de navegación, la embarcación se acercaba al campamento. El ronroneo se convertía en un distinguible sonido, el soplo de un motor de gasolina. En la zona, poblada por comunidades indígenas tan solo comunicadas por el riachuelo, nadie disponía de generadores de gasolina. La información proporcionada parecía fidedigna. El informante, cuya vida tendría desde entonces los años contados, se había acogido al plan de protección de testigos. Por la densidad del terreno, cubierto por completo de árboles, las imágenes por satélite no habían podido confirmar la ubicación exacta del campamento. Pero estaban cerca. Los siete hombres, vestidos de negro y armados con fusiles M16 equipados con lanzagranadas M203, enfilaron sus pasamontañas. Agachados y vigilantes, no quitaban el ojo a la salida de cada curva. Habían remado durante horas, evitando así cualquier ruido sospechoso. A unos doscientos metros, decidieron encallar en la orilla izquierda del río. El resto de la operación se haría por tierra. Cada paso podía resultar mortal. Cualquier crujido de rama desbarataría la misión. La luz de una bombilla penetró a través de las ramas. Ya solo faltaban decenas de metros. Los siete encapuchados se desplegaron en abanico, rodeando la fábrica. El motor no dejaba oír nada más. Una decena de personas estaban trabajando. Grandes cubos llenos de hojas de coca esperaban para ser procesados. Los empleados, campesinos de la zona, se movían de un lado a otro. Unos transportando sacos, otros masajeando la masa como si de una panadería se tratara.




A un dólar americano el coste de fabricación de cada kilogramo, el negocio de la cocaína seguía siendo el más rentable de todas las actividades ilegales del Cono suramericano. La mejor coca, de Bolivia. El mejor transporte, por avioneta. El mejor mercado, los Estados Unidos. Tras cruzar decenas de fronteras, emplear a miles de personas, sobornar a cientos de oficiales y aduaneros y rebajar los niveles de glucosa en los cerebros de cientos de miles de norteamericanos, cada gramo de cocaína se comercializaba por 60 dólares. Ni siquiera una prostituta esclavizada sin parar durante un año podía ser tan rentable. En cuanto al tráfico de órganos, también muy lucrativo, deja demasiados rastros y lo más importante, se basa en un bien finito y no adictivo. La cocaína, sin embargo, era inagotable. Plantar, cosechar, procesar, adulterar, distribuir, consumir, y plantar, cosechar, etc. Un producto tan renovable y adictivo como las relaciones amorosas. Los consumidores de coca, personas aburridas de su vida, sin más problemas que buscarse un baño no muy sucio ni maloliente para meterse una raya, no dejarían de consumirla así como así. Y es que el estatus social es tan difícil de conseguir como de abandonar de forma voluntaria.




A la señal, los sietes hombres empezaron a disparar ráfagas de balas en dirección a la fábrica. Al mismo tiempo caían granadas, haciendo volar por los aires trozos de cuerpo y tejido desgarrados. En cuestión de segundos, el campamento se había reducido a cenizas. Ningún superviviente. Al abrir una tienda de campaña, los atacantes encontraron fajos de cocaína procesada. Alrededor de cien kilogramos. Pero el objetivo no era decomisar el material. La misión tenía un doble propósito: lanzar un mensaje claro a todos los narcotraficantes deseosos de establecer laboratorios en suelo selvático así como demostrar al gobierno boliviano que la lucha estadounidense contra la droga había venido para quedarse. Ni los laboratorios itinerantes ni la pasividad de las fuerzas armadas bolivianas impedirían una escalada de tensión.




- Señor Ministro, tenemos un problema -. La llamada sonaba entrecortada.


- Ya le he dicho que solo me llame en caso de emergencia. ¡No ve que los del FMI me tienen trabajando 25 horas al día!


- Señor Ministro, se trata de un grave problema. Aún no estamos seguros pero al parecer un comando paramilitar está operando en la zona Norte, acaban de actuar en El Beni.


- ¿Qué quiere decir con que “está operando”? - respondió con tono casi tímido.


- Esta madrugada, un laboratorio de cocaína fue destruido y sus trabajadores masacrados cerca del río Cuberene, al Norte de San Ignacio de Moxos -.


- ¡Mierda! ¡Mierda! ¡Mierda!. Dígale a mis otros consejeros que se comuniquen con los mandos del Ejército inmediatamente. Esto es una prioridad. Que nos pasen toda la información que puedan conseguir. ¡Quiero saber quién coño se atreve a entrar en Bolivia a imponer su ley! Esto huele a yanquis, esta mierda huele a yanquis. Y a colombianos. No me fío de esos pendejos, serían capaces de vender a su madre con tal de coger una norteamericana. ¡Mal nacidos!


- Señor Ministro, con todo el respeto, ¿cómo sabe que son extranjeros?


- Ávila, ¿usted conoce algún boliviano que tendría interés en destruir un laboratorio de cocaína? La población sabe que esto genera empleo, y la mayoría mastica hojas de coca todo el día. Sea lo que sea, quiero un informe en mi mesa esta misma tarde, con fotografías incluidas.


- Sí Señor.


- Otra cosa. No quiero ver ninguna noticia en los periódicos de mañana. ¿Entendido?


- Entendido Señor.



Un fino humo seguía saliendo del suelo aún cálido del campamento. El polvo blanco cubría los cadáveres, o lo que quedaba de ellos. La selva había vuelto a la calma. Los militares interrogaban a los habitantes de San Pablo de Cuberene, la comunidad más próxima al laboratorio. Nadie sabía nada, nadie había visto nada. Nadie quería hablar. En el mundo del narcotráfico, lo primero que se respeta es el silencio. Esta tierra evangelizada doscientos años antes por jesuitas en busca de fieles y mosquitos apenas había cambiado. Ni electricidad, ni agua corriente. Una tierra olvidada. Como muchas otras. El cultivo de la hoja de coca, así como el tráfico ilegal de madera, tan criticado por ecologistas occidentales, poco dados a entender más allá de un documental de Al Gore, eran los pocos sustentos de una población rural abandonada por el sistema. Tan solo le quedaba la religión, y eso que Dios aún no había tenido tiempo de aparecer en dos mil años. Al final del día, nadie podía asegurar con certeza la proveniencia ni el tipo de comando que había arrasado aquel lugar. Solo se sabía una cosa: eran buenos, no habían dejado huellas. Los helicópteros Cougar sobrevolaban la zona pero la densidad de la vegetación escondía cualquier posible rastro de los atacantes.




- Hemos cumplido con el objetivo. La cabra huyó al monte. Repito, la cabra huyó al monte. Corto y cambio -.




Toda la sala seguía atenta a las imágenes satelitales. Los localizadores lo confirmaban, el equipo ya se encontraba en la frontera con Colombia.




- Señor, el equipo nos confirma que ha alcanzado el objetivo.


- ¿Bajas?


- Ninguna Señor.


- Es una buena noticia. Que se refugien donde previsto hasta nueva orden.


- Sí Señor.




El hombre salió de la oficina en dirección al ascensor. Subió a la última planta dirigiéndose al final del pasillo. Atravesó la puerta acristalada y tras esperar a que le llamaran entró al despacho. Allí le esperaban sus superiores. Al informarles de lo sucedido, el General al mando de la operación se frotó las manos en señal de satisfacción.




- Estos bolivianos no saben con quién se meten. Si van a jodernos dándoles contratos a Venezuela, nosotros les vamos a asfixiar. A ver cómo financiarán la lucha contra la droga cuando los narcos empiecen a dispararse los unos a los otros.


- Señor, ¿qué hacemos con el equipo?


- Dígales que pasen a la segunda fase. Quiero ver al capo Guzmán neutralizado. Pero que parezca un ajuste de cuentas.


- Entendido Señor.




La oscuridad volvió a cubrir la superficie del río Cuberene. El silencio era absoluto. Ningún motor interrumpiría la tranquilidad de la noche. Un silencio traicionero. La batalla acababa de empezar.


sábado, 19 de junio de 2010

Capítulo 3: La habitación


Desde el exterior, el Hotel Fracas merecería sus dos estrellas. Cuatro pisos, ventanas amplias, pared de color blanco con un toque amarillento, seguramente a consecuencia de la contaminación de Kinshasa. En la recepción, una chica vestida casual recibía a la clientela con una gran sonrisa. Y más grande si el cliente era un elegante hombre blanco. En el barrio popular de Kasa-Vubu no era frecuente encontrarse con un occidental, y menos con uno bien vestido y afeitado en busca de descanso. Nikolai le entregó su pasaporte y rellenó el formulario de entrada.


- ¿Ha venido por placer o trabajo?- le preguntó la recepcionista, tratando de disimular una inexistente inocencia.


Con una educada y sutil sonrisa, Nikolai dejó claro que venía por trabajo. No era el momento de tontear con chicas se dijo a sí mismo.


- Son cuarenta dólares Señor.


Nikolai pagó por adelantado y pidió que bajo ninguna circunstancia se le molestara. “Por favor, aunque pregunten por mí, diga que ninguno de sus clientes responde a ese nombre”. Estaba agotado de tanto viaje, añadió para evitar cualquier sospecha. La chica, de unos veinticinco años, de pechos erguidos, casi insultantes y seguramente tan duros como el sillón de cuero tras la barra de la recepción, soltó una risilla que cualquier hombre hubiese tomado como una invitación. Nikolai, acostumbrado al juego, respondió con una propina.


- Si desea algo de la recepción solo tiene que presionar el cero. Estaré por aquí para cualquier cosa que pueda necesitar.


- Muchas gracias señorita, no dudaré en llamarle si necesito algo más.


- Por cierto, el agua no funciona hasta las seis de la tarde, así como el aire acondicionado. En unos minutos le subiré un cubo de agua.


Nikolai no se inmutó, sabía por experiencia que un hotel dos estrellas en África no cumpliría con los estándares europeos. De todos modos, era parte del plan. Nadie le buscaría en un lugar decadente. Solo le preocupaba llamar la atención por ser probablemente el único hombre blanco del barrio. Aún así decidió arriesgar.


Subió las escaleras y nada más llegar al rellano del primer piso comprobó que estaba en lo cierto. Nadie le buscaría aquí. Habría que estar loco, o rozar la miseria, para quedarse en un antro donde parte de los clientes dormían con la puerta abierta de sus habitaciones para combatir el espeso calor de la tarde. Tampoco le molestó cruzarse en el pasillo con una prostituta que salía de uno de los cuartos. La mujer se repeinaba la peluca – la mayoría de las mujeres africanas llevan extensiones o peluca alisada – en un intento de volver a la vida pública.


Por mucho que tratara de comparar, Nikolai no podía ver mucha diferencia entre la elegancia de una chica de pago y una mujer con gafas Dolce & Gabbana saliendo de compras por los almacenes de los Campos Elíseos. Esa marca creada por dos homosexuales que creen entender a las mujeres le repulsaba por sus elitistas precios. Para Nikolai todas eran personas tratando de llevar adelante su vida. Unas luchando y otras gastando pero al fin y al cabo todo giraba entorno a la necesidad de vivir mejor. Sin ninguna duda, Nikolai admiraba más la dignidad de cualquier tigresa que la avaricia de una hembra mantenida. Al menos, la primera entendía lo que los hombres buscaban mientras la segunda seguía en su mundo de fantasía ropera. Según él, la prostituta daba placer mientras la otra, obsesionada por su limpia apariencia, no podía sino intentar gustar a todos sin realmente satisfacer a nadie. Están las que lo tragan y las que ni la chupan en la tercera cita, solía ser el veredicto final de Nikolai.


Más de una vez, sus compañeras sentimentales le habían echado en cara lo machista que podía llegar a ser. Pero él, coherente como un solitario orangután que atraviesa la selva de lado a lado, respondía impasible “soy un hombre, nunca olvides mi naturaleza”.


La habitación tenía vistas a los tejados de chapa del vecindario. La manta de la cama olía a sudor seco. La apartó sobre el frigorífico. Por curiosidad lo abrió, tenía la esperanza de encontrar alguna botellita de whisky o vodka. Estaba vacío. Al ver las ennegrecidas esquinas asumió que nunca lo utilizaría. Abrió la ventana para airear el que sería su espacio en las siguientes semanas. Se quedó admirando la vista. Kinshasa, una de sus ciudades favoritas. No por su dudable belleza arquitectural. Ni sus sucias calles. Ni el bucólico ambiente que creaban los militares de bajo rango que al anochecer caminaban etílicos por las calles con sus Kalashnikov colgando del hombro. Amaba esta ciudad porque en ella vivía Mariam. La única persona por la que daría su vida.

lunes, 19 de abril de 2010

Capítulo 2: Muñecas de cuero


- ¡Despierta cabrón! Que ya llevas diez minutos durmiendo. – Un segundo aviso a modo de bofetada siguió al primero-.


A duras penas consiguía levantar la cabeza. Aturdido por los últimos golpes, el hombre miraba al suelo, la saliva ensangrentada le salía por la esquina de la boca. Vio que se le habían caído tres dientes.


- He dicho que te espabiles, que no tengo toda la noche.- Sin golpes esta vez-.


La inflamación de los pómulos empezaba a presionar sus párpados. La dificultad para abrir los ojos, como si de un duodécimo round de boxeo profesional se tratara, aumentaba la sensación de aturdimiento. El pelo sudado se le pegaba al cráneo y las muñecas maniatadas, secas como el cuero por culpa del roce, creaban un microclima en su cuerpo que le impedía visualizar del todo la situación. Otro golpe siguió. No pudo siquiera determinar si había sido un puño o una vara de acero, o tal vez de madera.


- Si sigues machacándole así acabarás con él. No he venido aquí para irme sin resultados. Inyéctale un poco de noradrenalina, le necesitamos despierto. – La segunda voz sonaba más ronca, tal vez una persona mayor-.


- Pero es que el muy cabrón no aguanta nada. El último tardó al menos dos horas en desmayarse.


- Déjate de rollos. Si yo no estuviera aquí, ya tendríamos un cadáver inútil – prosiguió el viejo-.


- Todos los cadáveres son inútiles, lo dice el manual. – Las dos voces explotaron en carcajadas-.


- Esto tiene que ser como una película sueca, momentos dulces seguidos de tragedia. – Las risas resonaban como el eco-. Además, si te pasas de rosca nos acabará mintiendo con tal de no sufrir ni un segundo más.


El tarro de escopolamina seguía sin estrenar. El juego acababa de empezar. Era demasiado temprano para usar drogas de la verdad. Como todo profesional, sea cual sea su vocación, todo proceso llevaba su tiempo y su esfuerzo, físico en este caso. En la mesa, los instrumentos de tortura se asemejaban más a un puesto de charcutería de un mercado camerunés al aire libre que a una sala de ortodoncia. Solo que sin moscas merodeando. La inyección de adrenalina ya surtía efecto.


- Parece que despierta. Vamos allá.


- ¿Cómo te llamas hijo? – el tono paternalista le llevó a un viaje a la infancia, solo que el contexto no encajaba. Fue en ese momento cuando se armó de valor y levantó la cabeza-.


Delante de él se encontró con un hombre corpulento, de camiseta tan ceñida que se le marcaban los bíceps y abdominales. No era la Love Parade, desde luego, pero si se subiera a un autobús descapotable bien podría parecerse a una estrella del porno gay. A su lado, un hombre mayor, vestido de traje beis, muy elegante para la ocasión.



A pesar de sentir su cabeza a punto de estallar, Igor no había perdido su sentido del humor. Por un momento recordó aquel viaje en Antonov entre Kabul y Herat en plena invasión soviética de Afganistán. Hacía ya veinticinco años de ello. Los talibanes, armados por el servicio secreto paquistaní con misiles tierra-aire Stinger made in Washington, habían rozado el ala derecha del avión, sin llegar a derribarlo de milagros. Mientras la tripulación se recluía en el pavoroso silencio a la espera de salir del radio de alcance de los proyectiles, Igor decidió abrir una botella de vodka y brindar por la salud de todas aquellas pálidas caras. Y lo hizo siguiendo la tradición napoleónica de un enemigo derrotado por su nación de origen dos siglos antes. “Por nuestras mujeres, por nuestros caballos y por los que los montamos”. Una forma de relajar el ambiente, según él. Sus compañeros de fila, intimidados por las circunstancias, llegaron a perfilar alguna que otra sonrisa, aunque crispada. El coronel al mando aceptó el reto y tras sorber cuatro, o tal vez cinco, tragos, le preguntó cómo podía andarse con bromas en tales momentos. Con esa sonrisa de boca cerrada que solo los ojos desvelan, respondió: “Si me muero ahora, nunca podré divorciarme de mi mujer”. Las risas sobrepasaron el ronroneo constante de los motores dentro de la cabina, como si todos hubiesen olvidado que unos pastores de cabras se encontraban a menos de cinco kilómetros manejando tecnología de última generación.



- ¿Cómo te llamas hijo? – repitió el traje beis.


Tratando de mover la mandíbula de un lado a otro, se dio cuenta de que aún seguía en un solo pedazo.


- Me llamo Bond, James Bond. – Esta vez, la inflamación de sus párpados le impidió sonreír-. Y estoy al servicio de su Majestad.


- Así que vas de listo. – El tono del hombre canoso se deshizo de humedades y paternalismos-. Escucha chaval, conmigo hay dos formas de hacer las cosas.


Estaba claro quién mandaba, no necesariamente el que pegaba. Igor le dirigió una atenta mirada, como un alumno que espera una pregunta de su profesor.


- Conmigo hay dos formas de hacer las cosas. Cómo las hago y cómo digo que se hagan. ¿Qué prefieres, hablar conmigo o con su puño? –dijo mirando de reojo a su cómplice-.


- El Martini mezclado, por favor, no agitado. Que luego me revuelve el estómago.


Fue parpadear tres veces en un segundo y el Love Parade entendió el mensaje de su superior. De un gesto metódico aprendido tras numerosas clases prácticas, apagó su cigarrillo a medio terminar en la fosa nasal del prisionero.


El eco invadió la sala. Un grito agudo.


- Perdona, dijiste Martini pero entendí Malboro. Tienes que aprender a vocalizar. Aunque entiendo que con unos cuantos dientes de menos debe de resultar un poquito más complicado. Por cierto, ese estúpido acento ruso no te favorece nada cuando hablas inglés. Pareces un inmigrante recién llegado al puerto. Ahora dime, ¿dónde está tu hermanito?


El viejo beis llevaba Latinoamérica en la sangre. Más allá del sombrero y del puro, costumbres que los mayores no podían ya quitarse al pasar el umbral de la impotencia sexual, con el paso del tiempo, había mantenido expresiones de su contrarrevolución salvadoreña. Tantos interrogatorios a seguidores de Farabundo Martí dejaron su poso en él.


En silencio, Igor trataba de recuperarse del último saludo de aquel Goliath de camiseta negra ceñida. Esta vez, dibujó una sonrisa en su menguante boca. Fue la última gota que culminó el vaso. Y él lo sabía. Sabía que había llegado su hora. Sus captores conocían perfectamente su trayectoria, su nombre, su edad, sus tres divorcios e incluso el nombre de su última mascota. Le habían seguido en las tres semanas anteriores. Sabía que no tendría escapatoria. “La verdad os hará libres” –dijo algún optimista, pero en aquella ocasión, la verdad y la mentira le llevarían al mismo destino.


- Métele la escopolamina y acabemos de una vez – remató el fracasado profesor en edad de jubilarse-. Me estoy haciendo viejo y no hay nada que odie tanto como perder el poco tiempo que me queda.



La jeringuilla penetró en el brazo de Igor con la suavidad de un cuchillo de mantequilla. La escopolamina tardó una hora en surtir efecto. Mientras tanto, Goliath y su amo, confiados en el poder del alcaloide, fumaron un último cigarrillo que no olvidaron apagar en las rodillas del interrogado. Tuvieron tiempo suficiente para rememorar viejos tiempos. Acampadas en la selva colombiana, viajes en avioneta con gastos pagados por la DEA, aquellos mojitos en Haití tras un largo día de interrogatorios sin descanso, los sabrosos gulash de la era post-soviética con sabor a victoria…


Igor dejó de salivar. Perdiendo todo sentido del humor, hipnotizado por la sustancia, balbuceó unas palabras sin sentido aparente. Por un momento, los dos captores temieron haberse pasado con la dosis.


- Ahora dime. ¿Dónde está tu hermano?


Unos segundos de silencio. Las pupilas dilatadas de Igor ennegrecían casi por completo sus ojos verdes eslavos.


- Nikolai…Nikolai… Congo.


- Vamos, Igor, haz un esfuerzo. ¿O te crees que nos suspendieron geografía en el cole? ¿En cuál de los dos Congos se encuentra tu hermano? Conociendo su afición por las negras, yo diría que en el Congo-Kinshasa.


- ¿Qué tienen que ver las negras con Kinshasa? – irrumpió el musculoso.


- No seas tan inocente Steve. Kinshasa tiene diez millones de habitantes, más del doble que todo el Congo-Brazzaville. Por lo tanto, Nikolai, con la fama de putero ruso que le precede, tiene más dónde elegir. Venga, Igor, un último esfuerzo. Tu hermano pequeño Nikolai… ¿está en Kinshasa o en Brazzaville?


- Kinshasa –pronunció entre dientes Igor, en un desesperado intento por mentir en vano-.


- Muy bien Igor, eres un buen chico. Ahora descansa, descansa en paz.


El seco disparo impuso el silencio. Los dos hombres se fueron por la puerta metálica, no sin antes apagar la tenue bombilla del techo, devolviendo su descanso eterno al ya inútil cadáver.

jueves, 8 de abril de 2010

Capítulo 1: Las dos orillas

El puerto fluvial de Brazzaville rebosaba de pasajeros, vendedores ambulantes y agentes aduaneros de camisa verde. Nikolai aguardaba sentado en un banco a la sombra, a la espera de que le devolvieran su pasaporte ruso sellado. El aire se hacía pesado y la humedad del río Congo acentuaba la sensación de calor. Tras una hora y media de espera, el barco en dirección a Kinshasa se aprestaba a salir. De apariencia serena, Nikolai contrastaba con el resto de pasajeros. De tez blanca, estatura alta y vestido de traje gris a medida, revisaba por última vez antes de embarcar la lista de contactos de su libreta negra. La tranquilidad con la que asumía su trabajo era el resultado de su extensa experiencia en la contratación de permisos de exploración petrolífera en los más diversos países de los hemisferios Norte y Sur. Desde las riberas del mar Caspio hasta los desiertos de Sudán pasando por las costas brasileñas, Nikolai había demostrado su sentido de los negocios. Un trabajo duro en el que la única regla vigente era la de adaptarse a la metodología autóctona. En otras palabras, bordear la ley. Aún recordaba el primer consejo que le dio su antiguo jefe en Tecnikgas, la empresa que le acabó despidiendo por un presunto desvío de dinero en una costosa operación que terminó mal. “Los países emergentes se caracterizan ante todo por una burocracia lenta, fastidiosa y en muchos casos, mejor dicho siempre, inútil. Para agilizar los trámites solo se necesitan tres elementos: un maletín, billetes de cien dólares y una gran sonrisa. La competitividad del mercado así lo requiere.” Desde entonces, Nikolai viajaba siempre con su maletín de piel color caoba. Con una capacidad máxima de 171900 dólares, incluía también un compartimento para el cepillo de dientes, cortesía de su último viaje con KLM, el instrumento imprescindible para igualar la blanca sonrisa de sus clientes africanos. Para transacciones mayores era más conveniente utilizar una maleta Samsonite y en los acuerdos de mayor nivel no era inusual la aparición de algún que otro rojizo container en el puerto más próximo. Convertido en freelance, Nikolai desarrolló una red de contactos que le habían permitido posicionarse como el más efectivo agente en un trabajo sin denominación formal. A la frecuente pregunta de “en qué trabajas”, respondía “soy consultor para una empresa australiana de microprocesadores”. Y ahí entraba el segundo consejo recibido en sus inicios: “di que trabajas en algo que en sus países no existe y dejarán de preguntarte”.


Lástima que aquella experiencia pasada en Tecnikgas se había truncado bruscamente. Aunque siempre existió una falta de pruebas concluyentes – el secreto bancario sigue estando vigente en muchos países y cuanto más cercanos al ecuador más fiables eran – Nikolai no tuvo más remedio que firmar su renuncia. La operación había tenido lugar en Angola tres años antes. Una compañía inversora de origen sudafricano le había entregado un total de 400 000 dólares americanos a la espera de que se los entregara a una persona designada por el director de la Agencia Nacional de Petróleos. A cambio, esperaban recibir un contrato de exploración frente a la costa de Cabinda. El encuentro entre el agente y el destinatario del dinero se había programado a las nueve de la noche en el hangar 7 del aeropuerto internacional de Luanda. Tras una hora de espera, ni el dinero ni el agente aparecieron. Al día siguiente, Nikolai amanecía alcoholizado en una comisaría congoleña a 350 kilómetros del punto de entrega. Según su versión, no recordaba nada de lo que había pasado la noche anterior. Solo un moretón en la cabeza le quedaría de recuerdo. A su vuelta a las oficinas centrales de Tecnikgas en París, los directivos organizaron una sesión de interrogatorio en el que Nikolai defendió su inocencia. Ante las dudas, el director del departamento legal le había amenazado por emprender medidas contra él. Impasible, contestó que si le llegaba a pasar algo a él o a su familia, al día siguiente una copia completa de su libreta negra aparecería de casualidad en la mesa de algún ambicioso policía de la división de delitos económicos de INTERPOL. Tercer consejo que había aprendido sin la ayuda de nadie: “guardar en un lugar seguro un duplicado de la lista de clientes.”


Había llegado la hora. Tras pasar los férreos controles aduaneros y cruzar la jaula de alambradas que llevaba al muelle, Nikolai estaba ya en modo automático. Ya no había vuelta atrás. La embarcación zarpó hacia la otra orilla. A una velocidad de 15 nudos, se tardaban casi veinte minutos en recorrer los nueve kilómetros de agua que unen los dos Congos. El barco a motor se cruzó con algunos pescadores que desafiaban la corriente en sus frágiles canoas de madera. Muchos de ellos acabarían vendiendo su mercancía en el mercado del Djoué por unos cuantos francos africanos, lo justo para dar de comer a sus numerosas familias. Apenas diez años antes, en la sangrienta guerra civil que devastó Brazzaville, no eran pescados los que se exponían en Djoué sino cadáveres abandonados en manos de un Dios huido. La ruta que llevaba al mercado estaba cubierta de civiles, soldados y rebeldes muertos en combate por una causa moral que la desenfrenada orgía de sangre impedía recordar. Las guerras africanas son diferentes y en la confusión del combate, las balas no siempre tienen como destinatario al bando contrario. El presidente, un general que había organizado el golpe de Estado para impedir su propia caída, se aferraba a su trono en su lucha contra los rebeldes ninjas. La entrada a Brazzaville pasaba por el puente del Djoué y los quince metros de la estructura metálica eran el punto estratégico por el que la rebelión debía adentrarse costara lo que costara. Tantos soldados muertos en tan pocos metros cuadrados. Tras semanas de tiroteos y muertes al azar, los rebeldes consiguieron llegar hasta el centro cultural francés, en plena capital. Meses después, con la ayuda de mercenarios angoleños, el régimen golpista revirtió la situación y consiguió la victoria final. En un país de tres millones de habitantes, un total de 150 000 personas habían sido asesinadas por unos u otros, sin distinción de género ni edad. Porque en la guerra como en la paz, los civiles viven y mueren en igualdad. En la actualidad, los viejos impactos de bala en edificios céntricos recordaban aún la existencia de una paz tan ligera como un fusil AK-47.

Mientras Nikolai se acercaba a la otra orilla, a poco más de dos mil kilómetros de Kinshasa, la República Democrática de Kabila vivía tensos enfrentamientos con los rebeldes del atrevido general Nkunda en la provincia del Nord-Kivu. Sin haber leído las noticias en los medios, nadie hubiese adivinado la delicada situación del país en su frontera Este. Nikolai desembarcó en el caótico puerto de Kinshasa, atravesó el bullicio de personas que esperaban tras los barrotes de la entrada y se sentó en el primer bar que encontró. Tuvo que esperar una hora más para que su agente de aduana le devolviera el pasaporte sellado. No era la primera vez que cruzaba la frontera por vía fluvial pero siempre le invadía la sensación de estar realizando un traslado de una prisión a otra. Las alambradas y la ausencia de un protocolo que no incluyera el soborno de funcionarios eran la primera señal de estar adentrándose en un territorio solo apto para pragmáticos.

 
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