lunes, 19 de abril de 2010

Capítulo 2: Muñecas de cuero


- ¡Despierta cabrón! Que ya llevas diez minutos durmiendo. – Un segundo aviso a modo de bofetada siguió al primero-.


A duras penas consiguía levantar la cabeza. Aturdido por los últimos golpes, el hombre miraba al suelo, la saliva ensangrentada le salía por la esquina de la boca. Vio que se le habían caído tres dientes.


- He dicho que te espabiles, que no tengo toda la noche.- Sin golpes esta vez-.


La inflamación de los pómulos empezaba a presionar sus párpados. La dificultad para abrir los ojos, como si de un duodécimo round de boxeo profesional se tratara, aumentaba la sensación de aturdimiento. El pelo sudado se le pegaba al cráneo y las muñecas maniatadas, secas como el cuero por culpa del roce, creaban un microclima en su cuerpo que le impedía visualizar del todo la situación. Otro golpe siguió. No pudo siquiera determinar si había sido un puño o una vara de acero, o tal vez de madera.


- Si sigues machacándole así acabarás con él. No he venido aquí para irme sin resultados. Inyéctale un poco de noradrenalina, le necesitamos despierto. – La segunda voz sonaba más ronca, tal vez una persona mayor-.


- Pero es que el muy cabrón no aguanta nada. El último tardó al menos dos horas en desmayarse.


- Déjate de rollos. Si yo no estuviera aquí, ya tendríamos un cadáver inútil – prosiguió el viejo-.


- Todos los cadáveres son inútiles, lo dice el manual. – Las dos voces explotaron en carcajadas-.


- Esto tiene que ser como una película sueca, momentos dulces seguidos de tragedia. – Las risas resonaban como el eco-. Además, si te pasas de rosca nos acabará mintiendo con tal de no sufrir ni un segundo más.


El tarro de escopolamina seguía sin estrenar. El juego acababa de empezar. Era demasiado temprano para usar drogas de la verdad. Como todo profesional, sea cual sea su vocación, todo proceso llevaba su tiempo y su esfuerzo, físico en este caso. En la mesa, los instrumentos de tortura se asemejaban más a un puesto de charcutería de un mercado camerunés al aire libre que a una sala de ortodoncia. Solo que sin moscas merodeando. La inyección de adrenalina ya surtía efecto.


- Parece que despierta. Vamos allá.


- ¿Cómo te llamas hijo? – el tono paternalista le llevó a un viaje a la infancia, solo que el contexto no encajaba. Fue en ese momento cuando se armó de valor y levantó la cabeza-.


Delante de él se encontró con un hombre corpulento, de camiseta tan ceñida que se le marcaban los bíceps y abdominales. No era la Love Parade, desde luego, pero si se subiera a un autobús descapotable bien podría parecerse a una estrella del porno gay. A su lado, un hombre mayor, vestido de traje beis, muy elegante para la ocasión.



A pesar de sentir su cabeza a punto de estallar, Igor no había perdido su sentido del humor. Por un momento recordó aquel viaje en Antonov entre Kabul y Herat en plena invasión soviética de Afganistán. Hacía ya veinticinco años de ello. Los talibanes, armados por el servicio secreto paquistaní con misiles tierra-aire Stinger made in Washington, habían rozado el ala derecha del avión, sin llegar a derribarlo de milagros. Mientras la tripulación se recluía en el pavoroso silencio a la espera de salir del radio de alcance de los proyectiles, Igor decidió abrir una botella de vodka y brindar por la salud de todas aquellas pálidas caras. Y lo hizo siguiendo la tradición napoleónica de un enemigo derrotado por su nación de origen dos siglos antes. “Por nuestras mujeres, por nuestros caballos y por los que los montamos”. Una forma de relajar el ambiente, según él. Sus compañeros de fila, intimidados por las circunstancias, llegaron a perfilar alguna que otra sonrisa, aunque crispada. El coronel al mando aceptó el reto y tras sorber cuatro, o tal vez cinco, tragos, le preguntó cómo podía andarse con bromas en tales momentos. Con esa sonrisa de boca cerrada que solo los ojos desvelan, respondió: “Si me muero ahora, nunca podré divorciarme de mi mujer”. Las risas sobrepasaron el ronroneo constante de los motores dentro de la cabina, como si todos hubiesen olvidado que unos pastores de cabras se encontraban a menos de cinco kilómetros manejando tecnología de última generación.



- ¿Cómo te llamas hijo? – repitió el traje beis.


Tratando de mover la mandíbula de un lado a otro, se dio cuenta de que aún seguía en un solo pedazo.


- Me llamo Bond, James Bond. – Esta vez, la inflamación de sus párpados le impidió sonreír-. Y estoy al servicio de su Majestad.


- Así que vas de listo. – El tono del hombre canoso se deshizo de humedades y paternalismos-. Escucha chaval, conmigo hay dos formas de hacer las cosas.


Estaba claro quién mandaba, no necesariamente el que pegaba. Igor le dirigió una atenta mirada, como un alumno que espera una pregunta de su profesor.


- Conmigo hay dos formas de hacer las cosas. Cómo las hago y cómo digo que se hagan. ¿Qué prefieres, hablar conmigo o con su puño? –dijo mirando de reojo a su cómplice-.


- El Martini mezclado, por favor, no agitado. Que luego me revuelve el estómago.


Fue parpadear tres veces en un segundo y el Love Parade entendió el mensaje de su superior. De un gesto metódico aprendido tras numerosas clases prácticas, apagó su cigarrillo a medio terminar en la fosa nasal del prisionero.


El eco invadió la sala. Un grito agudo.


- Perdona, dijiste Martini pero entendí Malboro. Tienes que aprender a vocalizar. Aunque entiendo que con unos cuantos dientes de menos debe de resultar un poquito más complicado. Por cierto, ese estúpido acento ruso no te favorece nada cuando hablas inglés. Pareces un inmigrante recién llegado al puerto. Ahora dime, ¿dónde está tu hermanito?


El viejo beis llevaba Latinoamérica en la sangre. Más allá del sombrero y del puro, costumbres que los mayores no podían ya quitarse al pasar el umbral de la impotencia sexual, con el paso del tiempo, había mantenido expresiones de su contrarrevolución salvadoreña. Tantos interrogatorios a seguidores de Farabundo Martí dejaron su poso en él.


En silencio, Igor trataba de recuperarse del último saludo de aquel Goliath de camiseta negra ceñida. Esta vez, dibujó una sonrisa en su menguante boca. Fue la última gota que culminó el vaso. Y él lo sabía. Sabía que había llegado su hora. Sus captores conocían perfectamente su trayectoria, su nombre, su edad, sus tres divorcios e incluso el nombre de su última mascota. Le habían seguido en las tres semanas anteriores. Sabía que no tendría escapatoria. “La verdad os hará libres” –dijo algún optimista, pero en aquella ocasión, la verdad y la mentira le llevarían al mismo destino.


- Métele la escopolamina y acabemos de una vez – remató el fracasado profesor en edad de jubilarse-. Me estoy haciendo viejo y no hay nada que odie tanto como perder el poco tiempo que me queda.



La jeringuilla penetró en el brazo de Igor con la suavidad de un cuchillo de mantequilla. La escopolamina tardó una hora en surtir efecto. Mientras tanto, Goliath y su amo, confiados en el poder del alcaloide, fumaron un último cigarrillo que no olvidaron apagar en las rodillas del interrogado. Tuvieron tiempo suficiente para rememorar viejos tiempos. Acampadas en la selva colombiana, viajes en avioneta con gastos pagados por la DEA, aquellos mojitos en Haití tras un largo día de interrogatorios sin descanso, los sabrosos gulash de la era post-soviética con sabor a victoria…


Igor dejó de salivar. Perdiendo todo sentido del humor, hipnotizado por la sustancia, balbuceó unas palabras sin sentido aparente. Por un momento, los dos captores temieron haberse pasado con la dosis.


- Ahora dime. ¿Dónde está tu hermano?


Unos segundos de silencio. Las pupilas dilatadas de Igor ennegrecían casi por completo sus ojos verdes eslavos.


- Nikolai…Nikolai… Congo.


- Vamos, Igor, haz un esfuerzo. ¿O te crees que nos suspendieron geografía en el cole? ¿En cuál de los dos Congos se encuentra tu hermano? Conociendo su afición por las negras, yo diría que en el Congo-Kinshasa.


- ¿Qué tienen que ver las negras con Kinshasa? – irrumpió el musculoso.


- No seas tan inocente Steve. Kinshasa tiene diez millones de habitantes, más del doble que todo el Congo-Brazzaville. Por lo tanto, Nikolai, con la fama de putero ruso que le precede, tiene más dónde elegir. Venga, Igor, un último esfuerzo. Tu hermano pequeño Nikolai… ¿está en Kinshasa o en Brazzaville?


- Kinshasa –pronunció entre dientes Igor, en un desesperado intento por mentir en vano-.


- Muy bien Igor, eres un buen chico. Ahora descansa, descansa en paz.


El seco disparo impuso el silencio. Los dos hombres se fueron por la puerta metálica, no sin antes apagar la tenue bombilla del techo, devolviendo su descanso eterno al ya inútil cadáver.

1 comentario:

candela dijo...

genial! amusing as well :)

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