jueves, 8 de abril de 2010

Capítulo 1: Las dos orillas

El puerto fluvial de Brazzaville rebosaba de pasajeros, vendedores ambulantes y agentes aduaneros de camisa verde. Nikolai aguardaba sentado en un banco a la sombra, a la espera de que le devolvieran su pasaporte ruso sellado. El aire se hacía pesado y la humedad del río Congo acentuaba la sensación de calor. Tras una hora y media de espera, el barco en dirección a Kinshasa se aprestaba a salir. De apariencia serena, Nikolai contrastaba con el resto de pasajeros. De tez blanca, estatura alta y vestido de traje gris a medida, revisaba por última vez antes de embarcar la lista de contactos de su libreta negra. La tranquilidad con la que asumía su trabajo era el resultado de su extensa experiencia en la contratación de permisos de exploración petrolífera en los más diversos países de los hemisferios Norte y Sur. Desde las riberas del mar Caspio hasta los desiertos de Sudán pasando por las costas brasileñas, Nikolai había demostrado su sentido de los negocios. Un trabajo duro en el que la única regla vigente era la de adaptarse a la metodología autóctona. En otras palabras, bordear la ley. Aún recordaba el primer consejo que le dio su antiguo jefe en Tecnikgas, la empresa que le acabó despidiendo por un presunto desvío de dinero en una costosa operación que terminó mal. “Los países emergentes se caracterizan ante todo por una burocracia lenta, fastidiosa y en muchos casos, mejor dicho siempre, inútil. Para agilizar los trámites solo se necesitan tres elementos: un maletín, billetes de cien dólares y una gran sonrisa. La competitividad del mercado así lo requiere.” Desde entonces, Nikolai viajaba siempre con su maletín de piel color caoba. Con una capacidad máxima de 171900 dólares, incluía también un compartimento para el cepillo de dientes, cortesía de su último viaje con KLM, el instrumento imprescindible para igualar la blanca sonrisa de sus clientes africanos. Para transacciones mayores era más conveniente utilizar una maleta Samsonite y en los acuerdos de mayor nivel no era inusual la aparición de algún que otro rojizo container en el puerto más próximo. Convertido en freelance, Nikolai desarrolló una red de contactos que le habían permitido posicionarse como el más efectivo agente en un trabajo sin denominación formal. A la frecuente pregunta de “en qué trabajas”, respondía “soy consultor para una empresa australiana de microprocesadores”. Y ahí entraba el segundo consejo recibido en sus inicios: “di que trabajas en algo que en sus países no existe y dejarán de preguntarte”.


Lástima que aquella experiencia pasada en Tecnikgas se había truncado bruscamente. Aunque siempre existió una falta de pruebas concluyentes – el secreto bancario sigue estando vigente en muchos países y cuanto más cercanos al ecuador más fiables eran – Nikolai no tuvo más remedio que firmar su renuncia. La operación había tenido lugar en Angola tres años antes. Una compañía inversora de origen sudafricano le había entregado un total de 400 000 dólares americanos a la espera de que se los entregara a una persona designada por el director de la Agencia Nacional de Petróleos. A cambio, esperaban recibir un contrato de exploración frente a la costa de Cabinda. El encuentro entre el agente y el destinatario del dinero se había programado a las nueve de la noche en el hangar 7 del aeropuerto internacional de Luanda. Tras una hora de espera, ni el dinero ni el agente aparecieron. Al día siguiente, Nikolai amanecía alcoholizado en una comisaría congoleña a 350 kilómetros del punto de entrega. Según su versión, no recordaba nada de lo que había pasado la noche anterior. Solo un moretón en la cabeza le quedaría de recuerdo. A su vuelta a las oficinas centrales de Tecnikgas en París, los directivos organizaron una sesión de interrogatorio en el que Nikolai defendió su inocencia. Ante las dudas, el director del departamento legal le había amenazado por emprender medidas contra él. Impasible, contestó que si le llegaba a pasar algo a él o a su familia, al día siguiente una copia completa de su libreta negra aparecería de casualidad en la mesa de algún ambicioso policía de la división de delitos económicos de INTERPOL. Tercer consejo que había aprendido sin la ayuda de nadie: “guardar en un lugar seguro un duplicado de la lista de clientes.”


Había llegado la hora. Tras pasar los férreos controles aduaneros y cruzar la jaula de alambradas que llevaba al muelle, Nikolai estaba ya en modo automático. Ya no había vuelta atrás. La embarcación zarpó hacia la otra orilla. A una velocidad de 15 nudos, se tardaban casi veinte minutos en recorrer los nueve kilómetros de agua que unen los dos Congos. El barco a motor se cruzó con algunos pescadores que desafiaban la corriente en sus frágiles canoas de madera. Muchos de ellos acabarían vendiendo su mercancía en el mercado del Djoué por unos cuantos francos africanos, lo justo para dar de comer a sus numerosas familias. Apenas diez años antes, en la sangrienta guerra civil que devastó Brazzaville, no eran pescados los que se exponían en Djoué sino cadáveres abandonados en manos de un Dios huido. La ruta que llevaba al mercado estaba cubierta de civiles, soldados y rebeldes muertos en combate por una causa moral que la desenfrenada orgía de sangre impedía recordar. Las guerras africanas son diferentes y en la confusión del combate, las balas no siempre tienen como destinatario al bando contrario. El presidente, un general que había organizado el golpe de Estado para impedir su propia caída, se aferraba a su trono en su lucha contra los rebeldes ninjas. La entrada a Brazzaville pasaba por el puente del Djoué y los quince metros de la estructura metálica eran el punto estratégico por el que la rebelión debía adentrarse costara lo que costara. Tantos soldados muertos en tan pocos metros cuadrados. Tras semanas de tiroteos y muertes al azar, los rebeldes consiguieron llegar hasta el centro cultural francés, en plena capital. Meses después, con la ayuda de mercenarios angoleños, el régimen golpista revirtió la situación y consiguió la victoria final. En un país de tres millones de habitantes, un total de 150 000 personas habían sido asesinadas por unos u otros, sin distinción de género ni edad. Porque en la guerra como en la paz, los civiles viven y mueren en igualdad. En la actualidad, los viejos impactos de bala en edificios céntricos recordaban aún la existencia de una paz tan ligera como un fusil AK-47.

Mientras Nikolai se acercaba a la otra orilla, a poco más de dos mil kilómetros de Kinshasa, la República Democrática de Kabila vivía tensos enfrentamientos con los rebeldes del atrevido general Nkunda en la provincia del Nord-Kivu. Sin haber leído las noticias en los medios, nadie hubiese adivinado la delicada situación del país en su frontera Este. Nikolai desembarcó en el caótico puerto de Kinshasa, atravesó el bullicio de personas que esperaban tras los barrotes de la entrada y se sentó en el primer bar que encontró. Tuvo que esperar una hora más para que su agente de aduana le devolviera el pasaporte sellado. No era la primera vez que cruzaba la frontera por vía fluvial pero siempre le invadía la sensación de estar realizando un traslado de una prisión a otra. Las alambradas y la ausencia de un protocolo que no incluyera el soborno de funcionarios eran la primera señal de estar adentrándose en un territorio solo apto para pragmáticos.

5 comentarios:

Unknown dijo...

Bravo - il faut continuer.

Carmine dijo...

Muy bueno ! me gusta! me parece conocer el Nikolaï... ;)

Unknown dijo...

Muy bueno, muy bien escrito. Se nota que el autor sabe de lo que habla y lo cuenta bien. espero la continuación.

Sos-SeLVa dijo...

estoy sorprendida.

me gusta el estilo.

ahora no escribo más para poder irme a la segunda parte :D

Anónimo dijo...

Le pont du Djoué et la guerre civile à la République du Congo: http://www.youtube.com/watch?v=4uXjm0czKFk

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