El puerto fluvial de Brazzaville rebosaba de pasajeros, vendedores ambulantes y agentes aduaneros de camisa verde. Nikolai aguardaba sentado en un banco a la sombra, a la espera de que le devolvieran su pasaporte ruso sellado. El aire se hacía pesado y la humedad del río Congo acentuaba la sensación de calor. Tras una hora y media de espera, el barco en dirección a Kinshasa se aprestaba a salir. De apariencia serena, Nikolai contrastaba con el resto de pasajeros. De tez blanca, estatura alta y vestido de traje gris a medida, revisaba por última vez antes de embarcar la lista de contactos de su libreta negra. La tranquilidad con la que asumía su trabajo era el resultado de su extensa experiencia en la contratación de permisos de exploración petrolífera en los más diversos países de los hemisferios Norte y Sur. Desde las riberas del mar Caspio hasta los desiertos de Sudán pasando por las costas brasileñas, Nikolai había demostrado su sentido de los negocios. Un trabajo duro en el que la única regla vigente era la de adaptarse a la metodología autóctona. En otras palabras, bordear la ley. Aún recordaba el primer consejo que le dio su antiguo jefe en Tecnikgas, la empresa que le acabó despidiendo por un presunto desvío de dinero en una costosa operación que terminó mal. “Los países emergentes se caracterizan ante todo por una burocracia lenta, fastidiosa y en muchos casos, mejor dicho siempre, inútil. Para agilizar los trámites solo se necesitan tres elementos: un maletín, billetes de cien dólares y una gran sonrisa. La competitividad del mercado así lo requiere.” Desde entonces, Nikolai viajaba siempre con su maletín de piel color caoba. Con una capacidad máxima de 171900 dólares, incluía también un compartimento para el cepillo de dientes, cortesía de su último viaje con KLM, el instrumento imprescindible para igualar la blanca sonrisa de sus clientes africanos. Para transacciones mayores era más conveniente utilizar una maleta Samsonite y en los acuerdos de mayor nivel no era inusual la aparición de algún que otro rojizo container en el puerto más próximo. Convertido en freelance, Nikolai desarrolló una red de contactos que le habían permitido posicionarse como el más efectivo agente en un trabajo sin denominación formal. A la frecuente pregunta de “en qué trabajas”, respondía “soy consultor para una empresa australiana de microprocesadores”. Y ahí entraba el segundo consejo recibido en sus inicios: “di que trabajas en algo que en sus países no existe y dejarán de preguntarte”.
Lástima que aquella experiencia pasada en Tecnikgas se había truncado bruscamente. Aunque siempre existió una falta de pruebas concluyentes – el secreto bancario sigue estando vigente en muchos países y cuanto más cercanos al ecuador más fiables eran – Nikolai no tuvo más remedio que firmar su renuncia. La operación había tenido lugar en Angola tres años antes. Una compañía inversora de origen sudafricano le había entregado un total de 400 000 dólares americanos a la espera de que se los entregara a una persona designada por el director de
Había llegado la hora. Tras pasar los férreos controles aduaneros y cruzar la jaula de alambradas que llevaba al muelle, Nikolai estaba ya en modo automático. Ya no había vuelta atrás. La embarcación zarpó hacia la otra orilla. A una velocidad de 15 nudos, se tardaban casi veinte minutos en recorrer los nueve kilómetros de agua que unen los dos Congos. El barco a motor se cruzó con algunos pescadores que desafiaban la corriente en sus frágiles canoas de madera. Muchos de ellos acabarían vendiendo su mercancía en el mercado del Djoué por unos cuantos francos africanos, lo justo para dar de comer a sus numerosas familias. Apenas diez años antes, en la sangrienta guerra civil que devastó Brazzaville, no eran pescados los que se exponían en Djoué sino cadáveres abandonados en manos de un Dios huido. La ruta que llevaba al mercado estaba cubierta de civiles, soldados y rebeldes muertos en combate por una causa moral que la desenfrenada orgía de sangre impedía recordar. Las guerras africanas son diferentes y en la confusión del combate, las balas no siempre tienen como destinatario al bando contrario. El presidente, un general que había organizado el golpe de Estado para impedir su propia caída, se aferraba a su trono en su lucha contra los rebeldes ninjas. La entrada a Brazzaville pasaba por el puente del Djoué y los quince metros de la estructura metálica eran el punto estratégico por el que la rebelión debía adentrarse costara lo que costara. Tantos soldados muertos en tan pocos metros cuadrados. Tras semanas de tiroteos y muertes al azar, los rebeldes consiguieron llegar hasta el centro cultural francés, en plena capital. Meses después, con la ayuda de mercenarios angoleños, el régimen golpista revirtió la situación y consiguió la victoria final. En un país de tres millones de habitantes, un total de 150 000 personas habían sido asesinadas por unos u otros, sin distinción de género ni edad. Porque en la guerra como en la paz, los civiles viven y mueren en igualdad. En la actualidad, los viejos impactos de bala en edificios céntricos recordaban aún la existencia de una paz tan ligera como un fusil AK-47.
Mientras Nikolai se acercaba a la otra orilla, a poco más de dos mil kilómetros de Kinshasa,
5 comentarios:
Bravo - il faut continuer.
Muy bueno ! me gusta! me parece conocer el Nikolaï... ;)
Muy bueno, muy bien escrito. Se nota que el autor sabe de lo que habla y lo cuenta bien. espero la continuación.
estoy sorprendida.
me gusta el estilo.
ahora no escribo más para poder irme a la segunda parte :D
Le pont du Djoué et la guerre civile à la République du Congo: http://www.youtube.com/watch?v=4uXjm0czKFk
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