Desde el exterior, el Hotel Fracas merecería sus dos estrellas. Cuatro pisos, ventanas amplias, pared de color blanco con un toque amarillento, seguramente a consecuencia de la contaminación de Kinshasa. En la recepción, una chica vestida casual recibía a la clientela con una gran sonrisa. Y más grande si el cliente era un elegante hombre blanco. En el barrio popular de Kasa-Vubu no era frecuente encontrarse con un occidental, y menos con uno bien vestido y afeitado en busca de descanso. Nikolai le entregó su pasaporte y rellenó el formulario de entrada.
- ¿Ha venido por placer o trabajo?- le preguntó la recepcionista, tratando de disimular una inexistente inocencia.
Con una educada y sutil sonrisa, Nikolai dejó claro que venía por trabajo. No era el momento de tontear con chicas se dijo a sí mismo.
- Son cuarenta dólares Señor.
Nikolai pagó por adelantado y pidió que bajo ninguna circunstancia se le molestara. “Por favor, aunque pregunten por mí, diga que ninguno de sus clientes responde a ese nombre”. Estaba agotado de tanto viaje, añadió para evitar cualquier sospecha. La chica, de unos veinticinco años, de pechos erguidos, casi insultantes y seguramente tan duros como el sillón de cuero tras la barra de la recepción, soltó una risilla que cualquier hombre hubiese tomado como una invitación. Nikolai, acostumbrado al juego, respondió con una propina.
- Si desea algo de la recepción solo tiene que presionar el cero. Estaré por aquí para cualquier cosa que pueda necesitar.
- Muchas gracias señorita, no dudaré en llamarle si necesito algo más.
- Por cierto, el agua no funciona hasta las seis de la tarde, así como el aire acondicionado. En unos minutos le subiré un cubo de agua.
Nikolai no se inmutó, sabía por experiencia que un hotel dos estrellas en África no cumpliría con los estándares europeos. De todos modos, era parte del plan. Nadie le buscaría en un lugar decadente. Solo le preocupaba llamar la atención por ser probablemente el único hombre blanco del barrio. Aún así decidió arriesgar.
Subió las escaleras y nada más llegar al rellano del primer piso comprobó que estaba en lo cierto. Nadie le buscaría aquí. Habría que estar loco, o rozar la miseria, para quedarse en un antro donde parte de los clientes dormían con la puerta abierta de sus habitaciones para combatir el espeso calor de la tarde. Tampoco le molestó cruzarse en el pasillo con una prostituta que salía de uno de los cuartos. La mujer se repeinaba la peluca – la mayoría de las mujeres africanas llevan extensiones o peluca alisada – en un intento de volver a la vida pública.
Por mucho que tratara de comparar, Nikolai no podía ver mucha diferencia entre la elegancia de una chica de pago y una mujer con gafas Dolce & Gabbana saliendo de compras por los almacenes de los Campos Elíseos. Esa marca creada por dos homosexuales que creen entender a las mujeres le repulsaba por sus elitistas precios. Para Nikolai todas eran personas tratando de llevar adelante su vida. Unas luchando y otras gastando pero al fin y al cabo todo giraba entorno a la necesidad de vivir mejor. Sin ninguna duda, Nikolai admiraba más la dignidad de cualquier tigresa que la avaricia de una hembra mantenida. Al menos, la primera entendía lo que los hombres buscaban mientras la segunda seguía en su mundo de fantasía ropera. Según él, la prostituta daba placer mientras la otra, obsesionada por su limpia apariencia, no podía sino intentar gustar a todos sin realmente satisfacer a nadie. Están las que lo tragan y las que ni la chupan en la tercera cita, solía ser el veredicto final de Nikolai.
Más de una vez, sus compañeras sentimentales le habían echado en cara lo machista que podía llegar a ser. Pero él, coherente como un solitario orangután que atraviesa la selva de lado a lado, respondía impasible “soy un hombre, nunca olvides mi naturaleza”.
La habitación tenía vistas a los tejados de chapa del vecindario. La manta de la cama olía a sudor seco. La apartó sobre el frigorífico. Por curiosidad lo abrió, tenía la esperanza de encontrar alguna botellita de whisky o vodka. Estaba vacío. Al ver las ennegrecidas esquinas asumió que nunca lo utilizaría. Abrió la ventana para airear el que sería su espacio en las siguientes semanas. Se quedó admirando la vista. Kinshasa, una de sus ciudades favoritas. No por su dudable belleza arquitectural. Ni sus sucias calles. Ni el bucólico ambiente que creaban los militares de bajo rango que al anochecer caminaban etílicos por las calles con sus Kalashnikov colgando del hombro. Amaba esta ciudad porque en ella vivía Mariam. La única persona por la que daría su vida.
2 comentarios:
Sin palabras, me has dado una tarde diferente.. gracias!
du Michel Houellebecq latin americain. J'aime beaucoup
Publicar un comentario